Una Verdadera Dama

Me encontraba sumido en mis habituales cavilaciones, viajando lejos del lugar en el que físicamente me hallaba, un ruinoso bar al margen de una ruta que ya no conducía a ningún lado. Fue entonces que pude verla. Al cruzar la puerta el bullicio del bar de apagó en una explosión de silencio.
Desde el primer momento sus ojos, negros como la noche y profundos como el insondable océano, se posaron en mí.
Avanzó con la gracia de una gacela por entre los parroquianos, que boquiabiertos la miraban pasar. Sus caderas se meneaban con un vaivén casi demencial.
Cada paso que daba hacia mí hacía que mi corazón dé un salto. El verla moverse sobre esas interminables piernas, que se asomaban a través del infinito tajo de su vestido, era una sensación que rozaba lo orgásmico.
Al llegar ante mi mesa apoyó sus manos de largas uñas (uñas que imaginé desgarrando mi piel en el frenesí del placer) sobre el respaldo de la silla vacía que frente a mí se encontraba. Yo apuré el ultimo sorbo de vodka sin despegar la mirada del espectáculo que frente a mi se gestaba.
Se inclinó para acercar su rostro al mío dejando entrever, en el proceso, dos rozados, redondos, hermosos pechos, apenas cubiertos por el impúdico escote.
Cuando su boca hubo estado a solo diez centímetros de la mía, dijo con una voz que superó a la más hermosa de las melodías interpretada nunca en esta tierra:
-Quince pesitos el pete, flaquito ¿Te prendés?